Fotos: Alejandro Almaraz
Locación: Mesón El Principal
Paisajista y doctora, entre flores azules, becas inesperadas, pronósticos que dieron fuerza y el amor profundo por la tierra, esa es la historia de Luciel West Prado.
Su camino empieza con una raíz doble: la de su padre texano y la de su madre de sangre tarasca, nacida en las orillas del lago de Chapala. “De las canoas de mangos frescos y de melones”, cuenta ella, con esa claridad con la que una recuerda los sabores de su infancia.
Su apellido “West” es herencia directa de un padre que falleció cuando era niña. Pero también es un símbolo: Luciel siempre ha ido hacia adelante. Hacia el oeste, hacia el futuro.
Nació en Monterrey, pero creció en Guadalajara, tierra donde sus tías y su madre, “siempre sobando plantas”, le enseñaron el amor por la naturaleza. “Me acuerdo que tenía como cinco años y vi unas flores azul cobalto. Le pregunté a mi mamá: ‘¿hay flores azules?’ Y ella, tan sencilla, me dijo: ‘claro que sí hay’”. Esa curiosidad la siguió toda la vida.
En 1986 llegó a Saltillo, donde echó raíces y se convirtió en paisajista por convicción y necesidad. “Soy cabra del monte”, afirmó con una sonrisa, “y se me concedió hacer de eso una profesión”. Gracias a una beca otorgada por mérito académico, viajó a Los Ángeles a estudiar una maestría en Arquitectura del Paisaje en la Universidad de California. “Lo que yo quería realmente era estudiar diseño ambiental”, dijo, “pero Dios te pone en el camino, ¿no?”.
“A mí me gusta el conflicto. Todo lo que le hacemos a la tierra, hay que entenderlo para cambiarlo”
Con más de cuatro décadas dedicadas al urbanismo y el paisaje, Luciel es testimonio de la evolución de su campo en México. “Cuando me fui a estudiar, ni siquiera existía la carrera de paisajismo aquí. Actualmente en el país hay 3 carreras de la maestría en Arquitectura de Paisaje”, comentó. Su formación pionera se complementó con años de servicio en el gobierno de Jalisco, donde participó activamente en la planificación urbana: “Parimos el urbanismo en México, literal”, dijo.
Pero su camino no se detuvo ahí. “Me desahuciaron en el 2002 y 23 años después sigo viviendo gracias a Dios”. Impulsada por el deseo de completar algo pendiente, comenzó un doctorado en Arquitectura y Urbanismo. “Dios me dio la vida para hacerlo”, confesó.
Su tesis es sobre los 144 escurrimientos que atraviesan Saltillo. La hice sobre el arroyo del Charquillo, que conozco bien. “Me interesaba estudiar la recarga de los mantos, el abatimiento y la vegetación”.
Su libro, un herbario técnico y visual de árboles y palmas de zonas áridas, es el fruto de 40 años de observación y seis años de documentación fotográfica. “Cada rayita, cada foto, cada letra la inserté yo. Aprendí InDesign y Adobe para hacerlo. Fue una locura”, confesó.
Luciel es también consejera de organizaciones como Profauna. “No estoy tan loca, mira, como decía Lennon: ´You might think I’m a crazy, but I’m not the only one´”. Su pasión no se limita a la contemplación de la naturaleza, sino que abraza el conflicto, el desafío urbano, la defensa del agua y el oxígeno.
Hoy, con una hija de 47 años y un hijo de 31, Mariana y Merlín, ambos profesionistas exitosos que viven en Ginebra, Suiza y en CDMX. Luciel sigue caminando con la firmeza de quien ha sembrado su historia paso a paso. Una vida entre jardines, memoria, y resistencia silenciosa.
Cuando habla de sus proyectos, los compara con hijos. “El chiste no es tenerlos, es mantenerlos”, dice. Por eso deja instrucciones detalladas y acompaña a sus clientes. Porque su legado no es solo vegetal: es ético, es estético, y está vivo.