Verónica Fernández: la cima como escuela de vida

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Hay historias que comienzan en la infancia y encuentran su forma definitiva muchos años después. La de Verónica Fernández, montañista de 26 años, nació escuchando a su padre narrar sus ascensos a los volcanes de México.

Relatos de esfuerzo, frío y conquista personal que, sin saberlo, sembraron una inquietud profunda. “Sus historias despertaron en mí una curiosidad que con el tiempo no hizo más que crecer”, recuerda.

Ese llamado se volvió urgente a los 24 años. Con la universidad terminada, una maestría en puerta y un trabajo estable, Verónica sintió la necesidad de ponerse a prueba.

“Quería descubrir de qué era realmente capaz y forjar el carácter que necesitaba para enfrentar la vida diaria”.

La respuesta apareció cada vez que levantaba la mirada: las montañas, tan imponentes como su deseo de ir más lejos.

El primer ascenso marcó un antes y un después. “Ascender mi primer volcán cambió mi vida”, dice. No fue solo el reto físico, sino la transformación interior.

Antes de hablar de técnica o cimas, lo que la impulsó fue una necesidad íntima: romper límites y no quedarse con la duda. “No quería vivir con el ‘¿qué hubiera pasado si…?’. Entendí que no siempre hay segundas oportunidades”.

Desde entonces, el camino no ha sido solitario. Aunque comenzó por cuenta propia, la montaña le regaló amistades profundas y una comunidad forjada en el esfuerzo compartido. En ese entorno donde la naturaleza impone sus reglas, Verónica aprendió una de las lecciones más valiosas: escuchar al cuerpo.

“Escuchar al cuerpo es un acto de respeto”, afirma.

Preparación, estudio del clima, conocimiento de la altura y atención a las señales de alerta son, para ella, decisiones de vida.

Su recorrido impresiona: Pico de Orizaba, Iztaccíhuatl, La Malinche, Nevado de Toluca y múltiples montañas del norte del país. También el exigente reto de los “3 Summits”, donde llevó cuerpo y mente al límite en solo tres días. Pero fue fuera de México donde vivió una de sus experiencias más reveladoras. En febrero de 2025, en Ecuador, ascendió Cayambe, Antisana y Chimborazo, superando los 6,000 metros sobre el nivel del mar.

“Fue profundamente asombroso”, dice. Su favorita: el Cayambe. “En esa cima sentí que estaba en un lugar casi fuera de este mundo”.

Detrás de cada logro hay disciplina. Para Verónica, no es una palabra abstracta, sino una práctica diaria que se traduce en autocontrol, constancia y claridad.

“La disciplina prepara el cuerpo, pero sobre todo la mente”, explica. Y en esa preparación, el miedo ocupa un lugar central. Lejos de negarlo, aprendió a escucharlo.

“El miedo no me detiene; me pausa. Muchas veces me ha salvado la vida”.

A pesar del cansancio y el riesgo, siempre vuelve. ¿Por qué? Porque en la montaña se siente humana. “Ahí solo existes tú y ella, sin distracciones. Es mi lugar seguro”, confiesa. Ese silencio le permite reconocerse y reconectar con la naturaleza de forma auténtica.

Cuando mira hacia atrás, Verónica no duda: lo más transformador no son las cimas, sino el proceso.

“Llegar a la cima es un momento; lo que aprendes en el camino es lo que te cambia la vida”. Gracias a la montaña, se reconoce hoy como una mejor mujer en todos sus roles. Subir fue, en realidad, una decisión más grande: vivir con curiosidad, valentía y apertura.

Hoy sigue preparándose. Aprende a escalar en Saltillo, toma cursos de rescate y entrena con constancia. No porque la aventura sea un fin, sino porque quiere estar lista para recibirla.

“No le digo que no a una aventura”, dice.

La montaña le enseñó a mirar de frente su propio potencial y, sobre todo, a reconocer la grandeza de la naturaleza. Y desde ahí, seguir subiendo.

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