Todos hemos escuchado esa frase: “somos lo que comemos”, pero creo que a lo que se referían es que “somos mucho más que lo que comemos, pero podemos hacer que lo que comemos nos haga mucho más que lo que somos”
No hay nada que afecte directamente más a nuestra vida que lo que comemos: nuestras tradiciones, nuestra cultura, cómo nos sentimos, cómo nos vemos, cómo la química del cuerpo afecta cómo pensamos, cómo tratamos a los demás y nuestra toma de decisiones.
Paso a paso, mordida a mordida, seré más consciente
Comemos sin pensar mucho, lo hacemos de manera inconsciente y automática. ¿Qué tal si al decidir qué comer, también tomamos en cuenta cómo queremos sentirnos? Tomando en cuenta la naturaleza de nuestra especie, el mejor lugar para comenzar a estar presentes es la mesa.
Estamos en el desayuno pensando en el trabajo, estamos en el trabajo pensando en el horario de comida, estamos en la comida pensando en la hora de salir del trabajo, salimos del trabajo y estamos pensando en convivir con los amigos, estamos conviviendo con los amigos pensando qué cenar, estamos cenando pensando en ir a casa… ¡y no estuvimos presentes en ningún momento del día!
Para facilitar la toma de decisión de lo que comeremos, podemos imponernos algunas políticas. Por ejemplo: no como cuando estoy aburrido (como solo cuando tengo hambre); antes de decidir qué comer, me tomo un vaso de agua; no como algo que mi abuelita no reconocería como comida (o solamente una vez a la semana); comeré postre en una sola comida al día; si consumo comida chatarra, lo haré en microporciones; no iré al súper con antojo o hambre. La intención es encontrar qué hábitos, qué frases y qué pensamientos nos funcionan a cada uno.
Podemos marcar varias líneas de tiempo de cómo nos hizo sentir esa comida: en el momento en que la comemos, justo al terminar, una hora después y hasta el momento en que tengamos la siguiente comida. Por ejemplo, las personas que tienen dietas altas en azúcar tienden a experimentar muchos altibajos relacionados con los picos de insulina.
No hay espacio para la culpa
No debemos enfocarnos solo en lidiar con la culpa y la ansiedad por comer. Comer emocionalmente no debe ser la única forma de relacionarnos con la comida. Diciembre no debe dedicarse para comer toda la culpa de medio año, y enero dedicado a revertir todo en un mes; nos hacemos más daño de esta manera. Hagámoslo pensando en el equilibrio y el equilibrio tampoco es estático, es fluctuante.
Demos espacio para la evolución, para el aprendizaje; aprender a valorar una buena comida, aprender a darle amor a esas cosas que nos hacen sentir bien. Aprender que el fin último de comer es el bienestar y la salud.
A veces creemos que no queremos o no se nos antoja algo en particular, pero cuando estamos comiendo nos damos cuenta de lo bien que nos hace sentir. No condenemos ciertos platillos, no juzguemos a la comida a partir de nuestros deseos y caprichos.
Después de un buen caldo (que tal vez no se te antojó igual que una hamburguesa) puede que valores más lo hermoso que vas a dormir. Y si decides que hoy es tu día de un capricho, tu día de una hamburguesa doble con queso y papas, ¡disfrútalo hasta con la última célula de tu cuerpo! Eso no se logra culpándose, se logra identificando por qué lo necesitas.
Algunos de los lineamientos para formar valores que guíen nuestras decisiones al comprar y consumir pueden ser: salud, comunidad, deseos, tradiciones, convivencia, costo y ética de sostenibilidad, por mencionar algunos ejemplos.
Se puede sentir satisfacción con una comida no solo porque fue saludable, sino porque fue amigable con el medio ambiente. Cuidar de éste nos causa mucha satisfacción. Podemos encontrar gozo en no haber generado basura por una comida, en haber dado nuestro dinero a productores conscientes, porque tuvimos el valor de elegir el bien sobre satisfacer lo momentáneo y poco trascendental.
Nos enfocamos mucho en placeres superficiales e instantáneos. El primer paso para empezar a comer mejor es cocinar más, comer más comida hecha por humanos y no por máquinas, comer más cosas hechas desde cero.
No tenemos que ser ni carnívoros, ni vegetarianos, ni veganos, ni keto; el equilibrio es el fin último. Media cucharada de manteca puede ser todo lo necesario para cambiar el sabor de una sartén entera de vegetales. Busquemos ciertas reglas que nos funcionen, como la de “calidad antes de cantidad”.
Existen ciertos consejos para comer conscientemente, tales como: no lo hagas frente a una televisión, hazlo en silencio, hazlo despacio, mastica 20 veces. Volvamos al equilibrio: si necesitas un poco de música para hacer esa transición, hazlo.
Si le pones toda tu atención al sabor, olor, temperatura y textura, puede que olvides que hay una tele ahí. No importa que esté ahí, importa que le demos nuestra atención. Enfoquémonos más en los do’s que en los don’ts. Puede ser más útil decir “me voy a servir menos” en lugar de decir “si estoy lleno no me tengo que acabar todo lo del plato”. Nadie se ha muerto por servirse de poquito en poquito.
Comer es vivir. Al final, importa cuánto vivimos, no cuántos regímenes cumplimos. Hagámoslo con el equilibrio en mente, como un fin. Hay que abrir la boca para comer y para hablar con ciertos límites, pero al final somos individuos.
Hablamos y comemos con base en lo que creemos. Creamos con más fuerza en aquello que fundamenta el bienestar propio y el de nuestra comunidad.