Por Paola Lazo Corvera
Asesora de Género
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Quienes nacimos en los años 70 del siglo pasado, fuimos testigos de avances y logros hacia la democracia y la consolidación de derechos humanos que empezaron a sacudir las resistencias de una sociedad machista y desigual: cambios sociales, desarrollo de un cuerpo legal y jurídico para la igualdad entre mujeres y hombres, así como la incorporación de políticas públicas y programas orientados a la igualdad sustantiva. Sin embargo, esta igualdad no es aún accesible para todas las mujeres: triples jornadas de trabajo, brechas salariales, múltiples violencias, exigencias de belleza, control y juicio de nuestros cuerpos, cargas excesivas de cuidado y falta de corresponsabilidad que lleva a las mujeres a vivir colocadas en un espacio desigual e injusto en su vida personal y profesional.
“El feminismo sólo ha traído libertad, derechos y mejoras sociales para nuestras democracias, y especialmente para las mujeres, pero es bien cierto que para aquellas que más han luchado y más se han significado, el precio ha sido muy elevado” (Varela, N., 2017:22). Resulta pertinente pensar en qué medida hemos participado las mujeres de hoy en estos avances y conquistas. Cambiar actitudes y valores requiere constancia, convicción y dedicación de tiempo completo. No se puede luchar por los derechos humanos a medias. Es una noción que atraviesa todos los ámbitos de nuestra vida. Los grandes ideales por los que se mueve el mundo no pueden dejar de incluir a las mujeres.
Los derechos humanos al ser progresivos, deben ir siempre a más: más dignidad, más libertades, mayor equidad y justicia social, y más posibilidades de decisión para todas y todos, sin jerarquías, distinciones, presiones, ni violencias, en todos los ámbitos de la vida; para que todas las personas, por el simple hecho de serlo, tengamos la posibilidad de vivir con autonomía, sin miedo, en plenitud y libertad.