Hace algunos años, después de siete meses de residencia artística en Cuernavaca con el pintor y escultor Ray Smith, Nancy Guzmán volvió a Monterrey. Ese regreso marcó un parteaguas que transformó su relación con la cerámica y su papel en la comunidad creativa.
Por principio de cuentas, pasó de los 21 grados perfectos de Morelos al temperamental clima regio: nieve, granizo y lluvia. Entre el reajuste y la nostalgia, comenzaron a suceder señales que ella no esperaba: la gente quería tomar clases con ella.
“Me empezaron a preguntar mucho si daba clases… y yo decía: ‘No, pues no, no doy clases’”. Las preguntas se repetían tanto que una amiga terminó confrontándola: “Oye, Nancy, ya como que te pones a dar clases, ¿no?” Primero dudó; le inquietaba abrir su espacio íntimo, ese lugar donde trabajaba sus obras.

“Somos bien celosos los artistas con nuestros espacios”, advierte.
Un grupo de amigos decidió resolverlo por ella: le avisaron que ya no preguntarían más… y a la semana siguiente aparecieron en la puerta. “Ya tenía a siete personas ahí sentadas y yo: pues órale, a dar clases”, recuerda risueña.
Así empezó un proyecto que hoy cumple siete años y que creció sin plan previo: solo con el impulso natural de que debía suceder.
Aprendizaje en dos vías
Para Nancy, ser maestra no ha sido un rol accesorio, sino una vía para entenderse mejor. “Aprendes demasiado de los alumnos. Son como espejos que te reflejan cosas que tú no veías”, dice.
Y esa constante retroalimentación le ha reforzado una certeza: “El artista que no tiene disciplina no hace nada”. Lo vive ella, pero también lo aprende de quienes llegan cada semana al taller sin fallar, enfrentando procesos que exigen paciencia y precisión.
Los retos llegan en forma de personalidades, ideas inesperadas y ocurrencias técnicas que la obligan a expandir sus propios conocimientos.
“Nunca acabas de aprender la cerámica”, dice. Hay alumnos que regresan de Japón con ideas que la ponen a prueba; otros la sorprenden con propuestas que parecen imposibles, como aquel que quiso hacer una hoja de papel arrugada con una carta escrita.
Quedó tan bien, que cuando la pieza quedó terminada y fue necesario trasladar la pieza, sorprendió a un ayudante. “Me dice Ángel: ‘Señora, es que no hay más que una hoja en la caja’. Y yo: ‘Ángel, esa es la pieza’”, recuerda Nancy.
El taller como refugio
Con dos clases formales por semana y un sistema de open studio, el espacio funciona con un ritmo orgánico y constante: piezas en proceso, obras cubiertas con bolsas para conservar humedad, mesas donde conviven esculturas personales y ejercicios de alumnos.
“Es mi mundo… el mundo de la creatividad”, dice la artista.

Y ese mundo se volvió también una plataforma de confianza para quienes lo habitan. Una de sus alumnas, Frida, le dijo un día: “Nancy, es que a mí me cambió la vida con tus clases”. Para muchas mujeres, en particular, el taller se convirtió en un recordatorio de que su creatividad importa.
Nancy lo explica con una anécdota reveladora: esposos que, en viajes, escuchan a sus parejas decir “no, pues nada” cuando les preguntan qué hacen. “Claro que sí, estás haciendo esculturas”, les recuerdan ellos. Esa reconexión con el valor propio es parte esencial del proceso.
La cerámica como expresión vital
Con más de 14 años dedicada a la cerámica, Nancy habla de su obra como un registro emocional. Y aunque disfruta profundamente su rol como maestra, no duda: su eje siempre será su trabajo artístico, con nuevas exposiciones y colaboraciones en camino. “Mi faceta de maestra me llena mucho, pero lo más importante siempre ha sido mi arte”, señala.
Jamás pensó que abrir el taller también la transformaría a ella. “Nunca me imaginé todo esto… fue algo que se fue dando”, reitera.
Lo vive como un círculo que se alimenta solo: cada idea de sus alumnos se convierte en un nuevo desafío y, al mismo tiempo, en una prueba de que su misión está en compartir. “Siempre he sentido que hay que regresarle al universo… transmitir lo que a mí me ha servido”, asegura.
Recientemente, los alumnos de Nancy presentaron una exposición colectiva en la Mueblería Standard, ante la mirada orgullosa de su maestra.
Su siguiente meta es clara y no admite titubeos: que cada muestra, cada pieza y cada generación de alumnos sean una prueba de evolución constante.
Porque para ella, en la cerámica —como en la enseñanza— solo hay una dirección posible: hacer que cada vez sea mejor.

