Ricardo Acosta habla con las manos. Su idioma no siempre son las palabras, sino las teclas de un piano que, desde que tenía cuatro años, se convirtieron en una extensión de su cuerpo.
A los 32 años, es pianista, compositor y director de orquesta. Y sabe que, al plasmar su estilo artístico, también muestra un espejo de sus sentimientos, los que, sin duda, tienen a la música como destino.
Ricardo Acosta y el idioma de las notas
Ricardo nació en Torreón, una ciudad donde aprendió a vivir la música como quien habita una segunda piel.
“Nunca me lo cuestioné. No me acuerdo de no haber sentido la presencia de la música en mi vida. Fue algo inevitable”, recuerda sobre sus primeros años, convencido de que su destino estaba trazado desde el primer acorde.
Cuando toca, asegura que se siente como si estuviera pronunciando frases en otra lengua, pues para él “la música es como hablar en otro idioma”.
“Estoy tocando y siento que lo que digo es precioso, ya sea para mí o para quien lo escucha”, dice.
Y esta convicción, no solo marcó su infancia, sino cada etapa de su vida, hasta llevarlo a formarse en Estados Unidos y a vivir sus años de maduración en Suiza.
Pero, en cada escenario, lo que aparece no es solo un intérprete, sino un hombre que ha hecho de la música un espejo íntimo y universal.
Su historia personal y profesional
Ricardo Acosta es hijo de médicos y creció en un hogar donde la ciencia y la sensibilidad convivían sin conflicto.
Él mismo lo explica: “Tenemos la teoría de que los doctores son muy humanistas y al crear hijos o nietos sale mucho el tema de las artes y de la expresión”.
En su caso, la música llegó temprano, como un juego que pronto se volvió revelación. Su primera maestra descubrió que tenía un oído distinto y recomendó a sus padres que no desestimaran esa inclinación.
Fue entonces cuando apareció Mariana Chabukiani, la pianista georgiana que marcó su vida. “Yo no sería músico si no hubiera estado ella aquí en Torreón”, asegura.
Desde entonces, las horas frente al teclado se volvieron rutina y descubrimiento. Mientras otros niños jugaban, él encontraba en las notas un refugio, una forma de nombrar emociones.
No hubo epifanía ni dilema vocacional. La música estaba ahí, desde siempre, como una certeza silenciosa.

Los viajes y aprendizajes de Ricardo Acosta
Adolescente aún, Ricardo comprendió que, si quería crecer, debía salir de México. Por ello, aconsejado por sus maestros, dejó Torreón para cursar la preparatoria en Michigan, rodeado de bailarines, cineastas y músicos. Esa experiencia fue la primera de muchas fronteras cruzadas.
Luego, la Eastman School of Music, en Nueva York, le abrió un mundo de rigor y exigencia. Allí estudió piano y composición, bajo la tutela de Barry Snyder y Ricardo Zohn-Muldoon.
Años más tarde, una beca del gobierno suizo —la Swiss Excellence in Arts— lo llevó a Berna. Ahí, su vida tomó un nuevo rumbo, el de ser director orquestal, guiado por el maestro Florian Ziemen.
“Un músico, mientras más viaja, más se enriquece”, reflexiona. Y en su caso, los viajes lo han llevado a colaborar con orquestas de Moscú, Berna o Lucerna, a tocar en salas de Rusia, Francia o Tailandia, y a compartir escenario con figuras como Patricia Kopatchinskaja o Steve Reich.
Pero en cada paso, por cosmopolita que parezca, carga con una identidad que no olvida, la del lagunero trabajador y práctico que aprendió en su Ciudad natal a forjarse en disciplina.
El lenguaje secreto de la música
El día a día de Ricardo Acosta transcurre entre partituras, clases y ensayos. Su agenda es la de un hombre apasionado. Corre por la mañana, da clases en el Konservatorium de Berna y dedica las tardes a estudiar o a dirigir.
Entre discos, artículos y lecturas, las horas para él se evaporan. “Siempre estoy con algo de música. A veces se me olvida comer también”, dice entre bromas.
Sin embargo, en esa vorágine también hay espacio para la contemplación, y en ella, Beethoven es su faro.
El Maestro lo inspira no solo por su genio, sino por su capacidad de sobreponerse a la tragedia.
“Beethoven se empezó a quedar sordo y en un momento pensó en suicidarse. Pero decidió aferrarse a la música para salir adelante. Su música puede ser muy violenta o muy trágica, pero cuando se pone eufórica, es la felicidad magna”, asegura Ricardo.
Para él mismo, su arte es un espejo que devuelve al oyente sus propias emociones.
“El compositor te extiende el brazo y te dice: tus sentimientos tienen aquí un reflejo. Lo que escuchas ya lo sintió alguien hace 200 años. Y aquí está”, afirma, añadiendo que ese puente invisible entre intérprete, compositor y público es lo que convierte cada presentación en un acto de comunión.
Entre La Laguna, el mundo y su futuro
Aunque vive en Suiza, Ricardo no ha roto su vínculo con Torreón. Regresa cada vez que puede y reconoce el valor cultural de la Ciudad.
“Los laguneros tienen la posibilidad de ver tanta cultura, que en otras ciudades incluso más grandes no existe. Somos muy afortunados”, asegura.
La Camerata de Coahuila, los festivales de cine y jazz, y las exposiciones artísticas, por ejemplo, son percibidos por el pianista como una parte clave de un ecosistema cultural que lo inspira y que, a su vez, él enriquece llevando un pedazo de su tierra a cada escenario.
Y es que este arraigo lo distingue también en Europa. “Me dicen que no soy el típico mexicano. Creo que tiene que ver con cómo me formé en Torreón”, comparte.

Carrera cuesta arriba
En los últimos años, la carrera de Ricardo Acosta ha sido cuesta arriba, llena de desafíos migratorios, económicos y culturales. Pero en cada obstáculo encontró un paralelismo con su oficio.
Por ello, con la madurez de quien ha recorrido escenarios y países, se mira a sí mismo hacia atrás y contempla con cariño al pequeño que fue en su infancia y que involucró a la música en su destino. Pero también se proyecta hacia adelante, imaginando a un Ricardo que, en el futuro, pueda mirar sus actos sin reprocharle en lo absoluto.
“Espero no tener arrepentimientos, pero eso depende de mí”, dice, acompañando su mensaje con lo importante que es para él que cada persona se regale a sí misma la oportunidad de ver hasta dónde puede llegar.
“No hay nada peor que quedarse con el ‘yo pude, pero no lo intenté’”, concluye.



