Por Josué Lavandeira, experto en educación y Director de Innovación e Investigación Académica del Centro de Investigación Especializado en el Desarrollo de Tecnologías de la Información y Comunicación
Educación para la salud
En un reporte de 2013 del Consejo Nacional de Investigación (NRC) y el Instituto de Medicina de los Estados Unidos, se enlistan algunas de las determinantes para la calidad de la salud en las personas estadounidenses. Entre ellos, el nivel educativo (particularmente, el de las madres) resulta ser uno de los más importantes.
Desde los años 90, la expectativa de vida de personas sin un diploma de bachillerato (High School) ha disminuido, mientras que la de personas que sí lo tienen, se ha incrementado.
Las tasas de mortalidad decrecen constantemente entre los estadounidenses más educados, mientras aumentan entre los menos educados de manera consistente (Zimmerman, Woolf; 2014).
Otro estudio de Cutler y Lleras-Muney (2007) ya mostraba que cuatro años de educación adicional en las personas reducían la mortalidad en un 1.8% en cinco años, así como el riesgo de enfermedad cardíaca en 2.16% y el riesgo de diabetes en 1.3%.
Estos impactos deben ser estudiados multidimensionalmente, pues no tienen un vínculo único que explique estas diferencias. Por ejemplo, entre las asociaciones más obvias, está la de que una mejor educación usualmente representa mayores salarios para las personas, y con ello, mejor acceso a servicios de salud de calidad y una mejor alimentación.
Además, vivir en comunidades menos precarizadas también contribuye a menores riesgos en la salud (menor violencia, menores riesgos por acceso a agua limpia, menores riesgos por contaminación general del área, etc.).
Otro elemento relevante es que la educación tiene un impacto sobre una amplia variedad de habilidades en las personas; la autonomía y la capacidad de autodirección son algunas de ellas, las cuales están estrechamente vinculadas con una vida más sana.
En otro estudio de 2019 de la Academia Nacional de Ciencias, Ingeniería y Medicina de los EE. UU., se sugiere que lo explicado anteriormente podría implicar una “causalidad inversa”. Es decir, podríamos pensar que es la educación la que tiene un efecto directo sobre la salud de las personas y no las implicaciones económicas, sociales y ambientales resultantes de una mejor educación, las que realmente están impactando la salud de la gente.
Es por ello la importancia de la multidimensionalidad mencionada en el estudio de esta relación. Otro estudio de la OCDE en 2015 mostró resultados similares.
También existen estudios a la inversa que demuestran que atender problemas sencillos de salud, como desparasitar estudiantes, proveer medicamentos contra la diarrea y la deshidratación, o proporcionar una nutrición mínima, pueden ser importantes catalizadores de la mejora en los resultados educativos.
En este sentido, la salud y la educación mantienen una relación simbiótica: cuanto mejor salud tienen las personas, mejor pueden educarse; y cuanto mejor se eduquen, mejores posibilidades tienen de tener una mejor salud durante toda su vida.
Como ya analizamos, no es porque directamente una garantice mejoras en la otra, sino porque se crean condiciones que afectan positivamente las posibilidades de mejorar en la otra.
En México, el programa Vida Saludable ha sido implementado en el currículo nacional en las 32 entidades federativas, atendiendo a niños de 6 a 15 años.
El Fondo Internacional de Emergencia de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF, por sus siglas en inglés) y el Instituto Nacional de Salud Pública están apoyando esfuerzos para cuantificar los resultados del programa. Esfuerzos como este podrían tener efectos colaterales en la educación y salud de las personas, así como en su bienestar general.