Cuando vi el féretro bajar del avión presidencial, me acordé del funeral de Pedro Infante. La muerte de José José, desde aquel 28 de septiembre del 2019, osciló entre el melodrama nacional, la trifulca familiar y un extraño asunto de Estado.
Por días completos, con el corazón apachurrado y sobredosis de cafeína a través de las pantallas matutinas, seguí el show mortuorio del “Príncipe de la Canción” desde el aeropuerto de CDMX hasta Bellas Artes, con todo y canciones, flores, gritos y vivas, la comitiva llegó al Panteón Francés donde la viuda —que no era la viuda del cantante: Anel Noreña— se desmayó.
En ese aplauso colectivo nacional encontré para mi madre cierta necesaria redención, quien en su vida y en mi infancia, había hecho de José José el santo laico de la casa, un rockstar romántico que cuando aparecía en el mítico programa Siempre en Domingo —o donde fuera— lograba quitarle la tristeza.
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Mi mamá era una mujer guapa, guapa, alta o yo creo que era alta, tenía el pelo negro como de Wonderwoman, las vecinas le decían “Mary” o “La señora María Luisa” y sí, casi siempre estaba triste. Yo rogaba para que se escuchara “Si me dejas ahora” en la radio o “Buenos Días, Amor” en la tele o de plano ya nos visitara la señora Pera, amiga de la soltería con quien de tanto platicar, la señora María Luisa se olvidaba de sus penas; así, ambas muy contentas se reunían en la cocina y hablaban en secreto de los maridos, las vecinas, las revistas y los hijos, lo sé porque a veces escuchaba mi nombre y me chocaba.
Una tarde después de la visita, mientras mi mamá despedía a la señora Pera, yo me aventuré a indagar entre los restos oscuros de las tazas de café y las colillas de cigarro; ahí, a media tarde descubrí el gran secreto de la tristeza de mi madre: sobre la mesa había una revista llamada Vanidades y en sus páginas encontré la imagen de una señora guapa, como mi mamá, de ojos grandes, como mi mamá, que había sido fotografiada con un gesto muy triste porque su príncipe la engañaba. Desde entonces Lady Diana no sólo estaba en las conversaciones del mediodía, sino también —y, sobre todo— en la portada de todas las revistas.
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Mi papá era trabajador, borracho, melodramático, amoroso y ausente. Tenía el bigote de Pedro Armendáriz, le decían abogado, yo (y mis dos hermanas) éramos sus niñas bonitas, preciosas, a las que él amaba tanto y, cuando lograba aparecer en la casa nos besaba, dejaba dinero sobre la mesa y se iba.
Mi mamá entonces se resignaba a la espera leyendo la Vanidades, viendo en la tele a la Colorina, barriendo, trapeando, escuchando y cantando “presoooo, de la cárcel de tus besooooos, de tu forma de hacer esooooo, eso que llamas amooooorr…”, hasta que mi papá volvía —lo cual podía implicar varios días— y, nos estampaba sus besos llenos de bigote, diciéndonos otra vez que éramos sus niñas bonitas, preciosas y que él nos quería tanto.
Por aquellos años las niñas no sólo ayudábamos a las señoras a hacer el “quehacer”, sino que, en ese limpísimo espacio de convivencia, mis hermanas y yo fuimos aprendiendo que casi todos sabemos querer, pero pocos sabemos amar, que amar es sufrir, querer es gozar y que lo pasado era pasado y que, para el amor, hacían falta muchos aplausos. José José era para mi familia una especie de suplente paternal, a quien mi mamá le era fiel sin pecar.
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Hasta que un día, el intérprete redentor se equivocó y todo se volvió un desastre. Mi madre se enteró que el cantante de “Gavilán o Paloma” abandonaba a la madre de sus hijos: Anel Noreña, quien además era guapísima. Supe entonces que dejar mujeres guapísimas no era lo mismo que dejar mujeres no tan guapísimas; lo primero era pecado mortal y claro, una cosa imperdonable. Mi mamá prometió jamás comprar un disco de ese cantantillo y mis hermanas y yo aprendimos, como mantra, que no hay cosa más despreciable que engañar a la madre de los hijos y si está guapa, pues peor. Por eso siempre pensé que el caso de Lady Diana era imperdonable; no sólo era preciosa además era princesa, eso sí, de verdad, era un sacrilegio.
Caímos en desgracia y ahora sí, nadie ponía feliz a mi mamá. Lo peor vino después, cuando el príncipe traidor grabó un disco titulado 40 y 20 y, por alguna extraña coincidencia, mi papá había sido descubierto con una veinteañera y su señora esposa lo corrió para siempre de la casa. Pero como el abogado efectivamente también era Pedro Armendáriz (macho, arriesgado y jugando a su favor) se mudó —pese a las negativas de mi progenitora— a una cuadra de la casa, porque yo —y mis hermanas— seguíamos siendo sus niñas bonitas, preciosas que nos quería tanto y él seguía enamorado de su esposa, así dijo.
José José se vino a menos y mis papás se divorciaron. La de veinte cumplió treinta y le exigió matrimonio al licenciado, se casaron, dicen, pero yo no lo creí, porque en vacaciones, cumpleaños, fines de semana y navidades el señor estuvo siempre con nosotros; la separación en su extraordinaria paradoja, lo obligó a hacer acto de presencia.
El divorcio no divorcio enfureció a la esposa no esposa de mi padre, quien desató una guerra de todas las intensidades posibles que incluyó, desde huevos estrellados en la ventana de mi casa, hasta el acoso automovilístico maternal y, para ese entonces el intérprete de “El Triste” tenía una segunda esposa que le hacía brujería, mientras el país entero se enteraba porque la madre de sus hijos lo denunciaba en televisión y la mía, enojada, decía: “se lo merece”.
Mi mamá nunca perdonó a José José, pero los recuerdos más bonitos de mi infancia son de ella joven, guapa, bien vestida, cantándolo, comiendo Pastisetas. Asumió como triunfo que en un segundo matrimonio mi papá nunca pudo estar, porque luego de veinte años tampoco terminó de divorciarse. El abogado la acompañó en el hospital, la enterró cuando murió, y bañado en lágrimas se justificaba diciendo “es la madre de mis hijos”, coronado de un “sí, cómo no” de la entrañable señora Pera.
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El 9 de octubre; once días después de su fallecimiento, las cenizas del “Príncipe de la Canción” llegaron a México y fueron recibidas por su primera mujer: Anel Noreña, quien celebró públicamente una victoria honorífica, antes del desmayo.
Cuando el féretro de José José llegó a Bellas Artes, recordé a mi mamá joven, bellísima, arreglando en su pelo lo que no pudo arreglar en su vida, víctima del pecado más atroz: que la engañaran siendo tan guapísima y esa herida, se erigió como una marca infinita, un destino inevitable. Esa noche canté todas las canciones melodramáticas de mi infancia.
A los dos días la fanaticada le escribía condolencias a la señora Noreña a través de las redes sociales. Entonces, le escribí yo y le dije que mi mamá escuchó toda su vida al príncipe que ella hoy lloraba y que, como ella, la señora María Luisa siempre pensó que la familia era primero, punto. Gracias. Luego, la viuda que no era la viuda, me contestó y esa respuesta la mandé directo al cielo.
Me dijo que las canciones nos abrazarían por siempre y mandó un par de besos; yo no le dije que mi mamá ya había muerto. Anel Noreña y yo después de la lloradera, nos hicimos amigas de Instagram. Luego, escuché el disco de Secretos, al final imaginé a mi madre contenta, cantando, como cuando veía con ilusión en aquellos años ochenta, el mítico programa de Siempre en Domingo.